Me cuesta mostrarme en traje de baño, incluso cuando no me conoce nadie.
Pero admito que nadar es una experiencia profunda.
Nadar te obliga a enfrentarte al agua fría, que odio.
Te ayuda a aprender el arte de la "paciencia" porque avanzas guiándote solo por la línea negra pintada en el suelo.
Nadar te enseña el cuidado por los detalles. Cuando nadas, la técnica es fundamental. No basta mover los brazos rápido si no empujan bien. No basta utilizar bién las piernas para ser veloz. Es como en la vida: no basta caminar rápido para llegar lejos.
Yo solo sé nadar crawl y nunca aprendí a dar la vuelta como los nadadores.
No soy un fenómeno, pero es un deporte que me gusta.
Me gusta el olor a cloro en la piel.
Me gusta inventarme carreras ficticias con las personas que nadan en los otros carriles.
Me gusta estar mucho tiempo en el agua, entrar antes de que otros empiecen su entrenamiento y quedarme después de que ellos terminen.
Nadar me salvó en el periodo en que cuidaba a mi padre. Era el 2001 y nadaba todos los días, de lunes a domingo. Me había convertido en un pez. La piscina se había convertido en un lugar de "pausa" de una realidad compleja y dramática.
La semana pasada estuve en una piscina cerca de casa.
Un grupo de pequeños jugadores de waterpolo se estaba entrenando. Eran muchísimos.
Tenían tres carriles reservados y hacían un gran alboroto en la piscina.
Cuando terminé mi sesión fui a los vestuarios.
Todos ellos estaban en las duchas. El más "duro" se jactaba de no haber entregado los deberes. Obviamente, como el viejo gruñón que soy 👴, tuve que decir: "Deberías presumir de haberlos entregado todos. No deberías sentirte orgulloso de hacer las cosas mal, ¿no crees?"
Poco después se fueron todos. Tenían que secarse y cambiarse. El entrenador no estaba y empezaron a descontrolarse... "¡pim, pum, pam!". Dentro de una cabina, dos chicos estaban empujándose.
Solté un grito para detenerlos antes de que rompieran todo.
El entrenador entró y apartó a uno de los chicos, gritándole de mala manera:
"¿No te puedes cambiar fuera de la cabina? ¿Sabes que cuando yo entrenaba me cambiaba en las gradas cubriéndome solo con una toalla? ¿Por qué tienes que armar este lío? ¿Te parece normal? Cámbiate fuera de la cabina, como siempre lo han hecho todos, ¿no? ¿Tengo que regañarte como siempre?"
El chico miraba al suelo, avergonzado.
El entrenador es un joven exjugador de waterpolo. Lo veo a menudo dando clases en la piscina.
Cuando se fue, miré al chico y le pregunté:
"Dime, ¿te gustaría contarme qué te impide cambiarte fuera de la cabina? ¿Qué te preocupa tanto?"
"¿Sabe?" (me hablaba de usted). "Tengo que usar un corsé para la espalda."
"¿Te refieres a un aparato ortopédico? ¿Tienes escoliosis?"
Asintió con la cabeza. Y añadió:
"Me da vergüenza que me vean. Se burlarían de mí."
Ese chico se comportaba como un "duro" solo para ocultar una profunda inseguridad.
Al salir, hablé con el joven entrenador. No sabía nada, a pesar de entrenarlos cada semana.
A veces basta con una pregunta.
Y todo lo demás sigue su curso.
"¿Qué te pasa?", "¿Cómo estás?", "¿Me quieres?", "¿Te quedas un rato más conmigo?", "¿Qué te hizo feliz?", "¿Cómo te fue en el examen?", "¿Cómo está esa persona que quieres?", "¿Has pensado en ponerte en su lugar?"
Las preguntas pueden ser miles. Un millón.
Pensemos en ello. Hagámoslas. Hagámonoslas.
Descubriremos mucho sobre los demás.
Descubriremos mucho sobre nosotros mismos.
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